¿Vas al gimnasio?
La cara de mi hija no tiene precio. No puedo culparla, no me ha visto ir al
gimnasio en la vida.
Les dejo desayunando, me despido apresuradamente de ellos y salgo corriendo
sin pensarlo, porque sé que si lo pienso me quedo en casa.
Camino a paso ligero, me siento un poco ridícula con la ropa deportiva,
bueno, solo un poco más de lo habitual.
Hoy hago ejercicio si o si, aunque solo sea ir y venir a paso ligero de
casa al polideportivo.
Llego a la zona de bicis sin contratiempos, no hay mucha gente, la media de
edad rondara los 60.
Me decido por una elíptica sin botones ni cosas raras y que además está
cerca de la puerta. Ya me he puesto los cascos y elegido la música en el iPod.
Me subo al aparato. No parece complicado, esto puedo hacerlo.
Ha pasado solo medio minuto y ya han empezado a dolerme los muslos, voy lo
más despacio que me permite el cacharro este, miro a mi alrededor, nadie se ha
movido de su máquina desde que he llegado. ¡A saber el tiempo que llevan! Yo no
dejo de mirar de reojo el reloj, a la vez que espero que se mueva alguien.
Acabo de llegar, sería ridículo bajarse.
El dolor no para de aumentar. Miro de nuevo el reloj ¡Que alguien se mueva
por dios! No puedo ser la última en llegar y la primera en bajarme. Mi amor
propio no me lo permitiría.
¡Por fin! Una señora que se mueve, no pierdo detalle, ¡aja! Coge papel, le
hecha un spray que yo no había visto y limpia la máquina que ha utilizado.
Espero unos segundos interminables, antes de permitirme bajar de este
trasto.
Cuando por fin lo consigo, me siento inestable, me he bajado intentando
aparentar la mayor seguridad posible, la zona donde tengo apoyados los pies se
mueve y bajarme no es tan fácil como parece.
Cuando lo consigo me siento mareada, hago lo posible para que no se note.
Limpio la máquina y miro con incertidumbre las bicicletas, cada una de una
madre diferente. Me monto en una, hace ruido al pedalear, un chirrido que a mí
me llega amortiguado por la música de los auriculares. Para que el sonido no
moleste a los demás, me bajo y me subo en otra. Grave error.
Su anterior ocupante debía de ser un niño pequeño, a mí con mi escaso 1,60
me da la sensación de que me voy a dar con las rodillas en las orejas.
Con el aire más profesional que consigo reunir, intento bajar el asiento,
no sé si es debido a mi escasa fuerza o a que no tengo ni idea de lo que estoy
haciendo, pero esto no se mueve.
Aprieto los dientes y me subo a otra máquina de tortura y humillación.
¡Horror!, en esta se ha subido un jugador de baloncesto, imposible pedalear, es
como ser violada por un sillín sin escrúpulos. ¡Joder!
Me bajo. Intento mover ese chisme,
que baja el asiento ¡Oh dios mío! Me quiero morir.
En ese momento se acerca un señor que amablemente me coloca el asiento. Se
lo agradezco, espero no haberme pasado con las muestras de gratitud. Pero
estaba tan desesperada que le habría besado.
Quince minutos más tarde me dirijo al vestuario. Ha sido duro. Ha habido momentos de
desesperación. Estoy dolorida y con las piernas inestables. Pero he salido del campo de batalla
victoriosa.
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